JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 26 de abril de 1989
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 26 de abril de 1989
"Creo en el Espíritu Santo"
La promesa de Cristo
La promesa de Cristo
1. “Creo en el Espíritu Santo”.
En el desarrollo de una catequesis sistemática bajo la guía del
Símbolo de los Apóstoles, después de haber explicado los artículos sobre
Jesucristo, Hijo de Dios hecho hombre por nuestra salvación, hemos llegado a la
profesión de fe en el Espíritu Santo. Completado el ciclo cristológico, se abre
el neumatológico, que el Símbolo de los Apóstoles expresa con una fórmula
concisa: “Creo en el Espíritu Santo”.
El llamado Símbolo niceno-constantinopolitano desarrolla
más ampliamente la fórmula del artículo de fe: “Creo en el Espíritu Santo, Señor
y Dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo
recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas”.
2. El Símbolo, profesión de fe formulada por la Iglesia, nos
remite a las fuentes bíblicas, donde la verdad sobre el Espíritu Santo se
presenta en el contexto de la revelación de Dios Uno y Trino. Por tanto, la
neumatología de la Iglesia está basada en la Sagrada Escritura, especialmente en
el Nuevo Testamento, aunque, en cierta medida, hay preanuncios de ella en el
Antiguo.
La primera fuente a la que podemos dirigirnos es un texto
joaneo contenido en el “discurso de despedida” de Cristo el día antes de la
pasión y muerte en cruz. Jesús habla de la venida del Espíritu Santo en conexión
con la propia “partida”, anunciando su venida (o descenso) sobre los Apóstoles.
“Pero yo os digo la verdad: Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy,
no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy os lo enviaré” (Jn
16, 7).
El contenido de este texto puede parecer paradójico. Jesús, que
tiene que subrayar: “Pero yo os digo la verdad”, presenta la propia “partida” (y
por tanto la pasión y muerte en cruz) como un bien: “Os conviene que yo me
vaya...”.Pero enseguida explica en qué consiste el valor de su muerte: por ser
una muerte redentora, constituye la condición para que se cumpla el plan
salvífico de Dios que tendrá su coronación en la venida del Espíritu
Santo; constituye por ello la condición de todo lo que, con esta venida, se
verificará para los Apóstoles y para la Iglesia futura a medida que, acogiendo
el Espíritu, los hombres reciban la nueva vida. La venida del Espíritu y todo lo
que de ella se derivará en el mundo serán fruto de la redención de Cristo.
3. Si la partida de Jesús tiene lugar mediante la muerte en cruz,
se comprende que el Evangelista Juan haya podido ver, ya en esta muerte, la
potencia y, por tanto, la gloria del Crucificado: pero las palabras de Jesús
implican también la ascensión al Padre como partida definitiva (cf.
Jn 16, 10), según lo que leemos en los Hechos de los Apóstoles:
Exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo
prometido” (Hch 2, 33).
La venida del Espíritu Santo sucede después de la ascensión al
cielo. La pasión y muerte redentora de Cristo producen entonces su pleno fruto.
Jesucristo, Hijo del hombre, en el culmen de su misión mesiánica, “recibe”
del Padre el Espíritu Santo en la plenitud en que este Espíritu debe ser “dado”
a los Apóstoles y a la Iglesia, para todos los tiempos. Jesús predijo: “Yo,
cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mi” (Jn 12, 32).
Es una clara indicación de la universalidad de la redención, tanto en el sentido
extensivo de la salvación obrada para todos los hombres, cuanto en el intensivo
de totalidad de los bienes de gracia que se les han ofrecido.
Pero esta redención universal debe realizarse mediante el
Espíritu Santo.
4. El Espíritu Santo es el que “viene” después y en virtud de la
“partida” de Cristo. Las palabras de Jn 16, 7, expresan una relación de
naturaleza causal. El Espíritu viene mandado en virtud de la redención obrada
por Cristo: “Cuando me vaya os lo enviaré” (cf. Encíclica Dominum et
Vivificantem, 8). Más aún, “según el designio divino, la ‘partida’ de
Cristo es condición indispensable del ‘envío’ y de la venida del Espíritu
Santo, indican que entonces comienza la nueva comunicación salvífica por el
Espíritu Santo” (cf.. Encíclica Dominum et
Vivificantem, 11: L'Osservatore Romano, Edición en Lengua
Española, 8 de junio de 1986, pág. 3).
Si es verdad que Jesucristo, mediante su “elevación” en la cruz,
debe “atraer a todos hacia sí” (cf. Jn 12, 32), a la luz de las palabras
del Cenáculo entendemos que ese “atraer” es actuado por Cristo glorioso mediante
el envío del Espíritu Santo. Precisamente por esto Cristo debe irse. La
encarnación alcanza su eficacia redentora mediante el Espíritu Santo.
Cristo, al marcharse de este mundo, no sólo deja su mensaje salvífico, sino que
“da” el Espíritu Santo, al que está ligada la eficacia del mensaje y de la misma
redención en toda su plenitud.
5. El Espíritu Santo presentado por Jesús especialmente en
el discurso de despedida en el Cenáculo, es evidentemente una Persona diversa
de Él: “Yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito” (Jn 14,
16). “Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi
nombre, él os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he
dicho” (Jn 14, 26). Jesús habla del Espíritu Santo adoptando
frecuentemente el pronombre personal “él”: “Él dará testimonio de mí”
(Jn 15, 26). “Él convencerá al mundo en lo referente al pecado”
(Jn 16, 8). “Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará
hasta la verdad completa” (Jn 16, 13), “Él me dará gloria”
(Jn 16, 14). De estos textos emerge la verdad del Espíritu Santo como
Persona, y no sólo como una potencia impersonal emanada de Cristo (cf. por
ejemplo Lc 6, 19: “De él salía una fuerza”). Siendo una Persona, le pertenece
un obrar propio, de carácter personal. En efecto, Jesús, hablando del
Espíritu Santo, dice a los Apóstoles: “Vosotros le conocéis, porque mora con
vosotros y en vosotros está” (Jn 14, 17). “Él os lo enseñará todo
y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Jn 14, 26); “Dará
testimonio de mí” (Jn 15, 26); “Os guiará a la verdad
completa”, “os anunciará lo que ha de venir” (Jn 16, 13); Él “dará
gloria” a Cristo (Jn 16, 14), y “convencerá al mundo en lo referente al
pecado” (Jn 16, 8). El Apóstol Pablo, por su parte, afirma que el
Espíritu “clama” en nuestros corazones (Ga 4, 6), “distribuye” sus dones
“a cada uno en particular según su voluntad” (1 Co 12, 11),
“intercede por los fieles” (cf. Rm 8, 27).
6. El Espíritu Santo revelado por Jesús es, por tanto, un ser
personal (tercera Persona de la Trinidad) con un obrar propio
personal. Pero en el mismo “discurso de despedida”, Jesús muestra los
vínculos que unen a la persona del Espíritu Santo con el Padre y el Hijo:
por ello el anuncio de la venida del Espíritu Santo ―en ese “discurso de
despedida”―, es al mismo tiempo la definitiva revelación de Dios como
Trinidad.
Efectivamente, Jesús dice a los Apóstoles: “Yo pediré al Padre y
os dará otro Paráclito” (Jn 14, 16): “el Espíritu de la verdad,
que procede del Padre” (Jn 15, 26) “que el Padre enviará en
mi nombre” (Jn 14, 26). El Espíritu Santo es, por tanto, una persona
distinta del Padre y del Hijo y, al mismo tiempo, unida íntimamente a ellos:
“procede” del Padre, el Padre lo “envía” en el nombre del Hijo: y esto en
consideración de la redención, realizada por el Hijo mediante la ofrenda de Sí
mismo en la cruz. Por ello Jesucristo dice: “Si me voy os lo enviaré” (Jn
16, 7). “El Espíritu de verdad que procede del Padre” es anunciado por Cristo
como el Paráclito, que “yo os enviaré junto al Padre” (Jn
15, 26).
7. En el texto de Juan, que refiere el discurso de Jesús en el
Cenáculo, está contenida, por tanto, la revelación de la acción salvífica de
Dios como Trinidad. En la Encíclica Dominum et
Vivificantem he escrito: “El Espíritu Santo, consubstancial al Padre y
al Hijo en la divinidad, es amor y don (increado), del que deriva como de una
fuente (fons vivus) toda dádiva a las criaturas (don creado): la donación
de la existencia a todas las cosas mediante la creación; la donación de la
gracia a los hombres mediante toda la economía de la salvación” (n. 10:
L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 8 de junio de 1986, pág.
3).
En el Espíritu Santo se halla, pues, la revelación de la
profundidad de la Divinidad: el misterio de la Trinidad en el que subsisten las
Personas divinas, pero abierto al hombre para darle vida y salvación. A ello se
refiere San Pablo en la Primera Carta a los Corintios, cuando escribe:
“El Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios” (1 Co2,
10).